HER O LA VIDA
Hablo de memoria pero, que yo recuerde, solo hay tres películas en esta vida que, bajo prácticamente cualquier circunstancia, me hacen llorar indefectiblemente. Me refiero a ¡Olvídate de Mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Michel Gondry, 2004) y Ruby Sparks (íd., Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2012). Y ahora Her (íd., Spike Jonze, 2013).
Qué extraño e interesante me resulta que estas películas que, repito, activan en mí el mecanismo del llanto de manera patéticamente automática, sean dos de las obras que -dentro de lo que llamaríamos cine reciente- mejor diseccionan lo emocional/sentimental. Y curiosamente las dos a partir de una argucia argumental que podríamos calificar como sci-fi. Y ahora, Her.
Recordemos. La clínica Lacuna Inc. y su procedimiento terapéutico para eliminar de la memoria un recuerdo específico; pero al final ese “meet me in Montauk”. Ruby como la chica que cobra vida a partir de la creación idealizada de un escritor; pero al final ese “I love you, I’ll never leave you” enajenado. Puedes disfrazar cuanto quieras la realidad, que al final del día la realidad acabará apareciendo. Y casi siempre haciendo daño.
Y ahora, en fin, Her.
“Play melancholy song. Play different melancholy song.”
Her nos afecta por cuanto está hablando directa y muy profundamente de nosotros.
Her nos invade, nos apedrea, porque nos sitúa frente a un lienzo imposible de soportar. La película de Spike Jonze emite una imagen especular de nosotros mismos, bellísima y a la vez grotesca, que nos revela con todo detalle y en colores pastel nuestras debilidades en tanto que humanos. Miremos cuán frágiles son los hilos a los que nos aferramos, escuchemos cómo esos hilos erosionan la piel de nuestros dedos. Los hilos, habrán adivinado, son el amor o lo que creemos que es el amor. Theodore Twombly (Joaquin Phoenix) encuentra o cree haber encontrado el amor en su sistema operativo, Samantha (Scarlett Johansson).
Repito: encuentra o cree haber encontrado el amor. Esto es importantísimo: una cosa es exactamente la otra, aunque debo intentar aclarar esto que a priori parece tan falaz. Futuro y consecuencia no existen en sensu stricto en el plano de lo presente, de lo real; por tanto, el patrón reactivo de comportamiento es idéntico en una y otra premisa (encuentra el amor VS cree haber encontrado el amor).
Quizás Her no es más que una sañuda burla a costa de un hombre que ha perdido su sustento emocional y cree rencontrarlo en una voz con intuición sentimental y capacidad multitasking, un ente inmaterial que reconecta al protagonista con la vida.
Por otra parte, por la gracia de Jonze y de un Phoenix maravilloso, en una historia que en otras manos podría caer en un ridículo de proporciones catedralicias, aquí prevalecen el candor y la humanidad, la naturalidad y la empatía. Y es que en el fondo sabemos que no estamos tan lejos de lo propuesto en Her.
Desarrollamos emociones complejísimas no sólo A TRAVÉS DE sino ya prácticamente HACIA una pantalla de 4”, hacia ciento cuarenta caracteres, hacia un “me gusta” que llega a horas intempestivas o hacia una nota de voz recibida en un programa de mensajería instantánea, incluso aunque esa nota de voz no sea más que silencio. Decodificamos señales tecnológicas que interpretamos como humanas y las incorporamos a nuestro propio flujo de conciencia emocional. El amor tres punto cero.
“Do you talk to someone else while we’re talking?”
Jonze parece pretender maximizar el buenismo invasivo que circunda a Theodore: la luz y la suave paleta cromática que dominan todo el entorno físico en su puesto de trabajo; la camaradería feliz, pusilánime, de sus amigos y compañeros; el tono de voz jovial y optimista de Samantha a lo largo de todo el metraje. Esa luminosidad metastásica que se disemina alrededor del protagonista le mantiene en una especie de congelación gestual: el perpetuo rictus de Theodore es casi exclusivamente una mueca en forma de sonrisa incómoda a lo largo del día.
Pero cuando cae la noche y las luces y los colores pastel se esfuman, la mueca de Theodore desaparece con ellos. Qué curioso, o no tanto, como el Theodore tumbado en su cama es el Theodore más dolorosamente franco: de nuevo, demasiado (como) nosotros. Incluso en la que podríamos llamar la conversación definitiva, que prácticamente sirve para resolver argumentalmente la situación entre la pareja protagonista, ella le sugiere acostarse para tener ese diálogo. A LA SINCERIDAD POR EL DECÚBITO.
Es verdad que, formalmente, Her es tan agradable como inofensiva. Por favor, no estigmaticéis inofensiva como algo necesariamente despectivo. Her, o Jonze a través de Her, se deleita a sí misma/o en su sensorialidad casi decididamente pop, en su musicalidad pero también en su música, con unos sorprendentes Arcade Fire jugando a ser el Michael Giacchino del tema principal de Up (íd., Pete Docter y Bob Peterson, 2009) en esa “Photograph” que es lágrima hecha partitura y una de las composiciones clave del film. De una liviandad casi amorosa (lens flares así, sí), con una utilización magna cum laude del flashback (¿es Rooney Mara la mejor actriz viva?), si algo puede llegar a incomodar en la pieza de Jonze es su extenuante perfección morfológica desprovista de casi cualquier arista.
“The past is just a story we tell ourselves” #NOT
Bien, ESTO es exactamente así.
La vida es ir poniendo una y otra vez el mismo disco de vinilo: las canciones son las mismas que nos encantaron la primera vez que deslizamos la aguja sobre él, pero los arañazos y el polvo acumulados con el paso del tiempo sobre su superficie distorsionan el sonido que percibimos, cada vez menor, cada vez más sucio.
Quizás Her nos toca tan de cerca porque ya estamos ahí. Probablemente no veamos una película en 2014 tan decididamente arraigada a nuestro presente, tan difícil de asimilar, tan cruel y a la vez tan cristalina a la hora de enseñar la cronicidad de las miserias humanas, la fugacidad de los sentimientos y la incorregibilidad de nuestro proceder. El intratable cáncer de la repetición de patrones.
El tiempo se nos escapa mientras caemos una y otra vez en los mismos errores, en esa eterna supersimetría de sinsabores: un espejo puesto enfrente de otro, cuya imagen reflejada es cada vez más pequeña, progresivamente más difícil de percibir.
Los días salen disparados como caballos salvajes por las montañas. Y a ver quien los para.
David M. de la Haza