The Immigrant: Sin fin
The last temptation is the greatest treason:
to do the right deed for the wrong reason.
T.S. Eliot, Asesinato en la catedral.
Títulos de crédito, primeros acordes, fundido a negro que se encadena a un plano general en el que se ve la estatua de la libertad desde la isla de Ellis, este es el comienzo de The Immigrant (íd., James Gray, 2013). Lo que vemos es una imagen suspendida entre la neblina que surge del mar y la atmósfera amarillenta. En un suave zoom de retroceso, vamos alejándonos cada vez más de aquel fondo de la imagen que emerge como un croma, en un corto espacio de tiempo el cuerpo de un hombre, su hombro izquierdo, parte de su cabeza y sombrero, entran en escena. A lo lejos en el margen inferior izquierdo un barco se mueve despacio. La cámara permanece fija pero su zoom continúa alejándose del que había sido el punto de referencia en el primer momento. Intencionalmente o no, el gesto con el que James Gray inaugura su cinta es el de un movimiento de zoom que desplaza a la estatua de la libertad del papel protagonista, nos distanciamos del que ha sido por antonomasia el símbolo del sueño americano.
Al pausar la película en este instante en el que Bruno permanece de espaldas contemplando el horizonte me doy cuenta de la irrealidad a la que Gray somete el plano. Y cuando hablo de irrealidad, me refiero con respecto a la propia ficción en la que el personaje está inmerso, porque sí, hay un hombre asomado al tiempo, pero ¿a cuál? ¿En qué tiempo está surmegido ese instante del comienzo? Es después de haber visto la película muchas veces cuando para mí no cabe duda de que es un instante congelado[2], quizá un paisaje mental, quizá un recuerdo desde que el surge toda la ficción que se va abrir ante nuestros ojos y ante los del propio personaje situado en la isla de Ellis, que espera quizá otra vez, la llega del barco en el que Ewa no deja de llegar.
La escena del final repetiría la misma pauta que el comienzo pero a la inversa. Bruno se acerca a la ventana desde la que ve a Ewa montando en la barca que la sacará de la isla. Hay un momento en el que ella eleva su mirada hacia arriba unos segundos, podemos sospechar que ambas trayectorias se entrecruzan. El plano inmediatamente siguiente corresponde a Bruno alejándose de la ventana para caminar varios pasos y apoyarse unos segundos en un espejo. Ese plano fijo tiene una carga emocional conmovedora: un instante que Bruno toma para recomponerse psíquicamente como si se quitará toda la tensión acumulada en el gesto de sacudirse el traje y estirarlo. El protagonista comienza a andar para abandonar la habitación, la cámara fija inicia, sin embargo, un acercamiento óptico, paulatino, que ya no sigue al personaje, totalmente desligada de él y su trayectoria, nos permite ver desde el espejo, lo que sucede a nuestra espalda (del espectador). Es así como esta última escena se descompone en tres espacios diferentes que se abren y se interrogan: la primera es la visión total del espectador que toma la postura de protagonista omnisciente, capaz de ver todo lo que sucede en el tiempo de la ficción, en un presente continuo, fuera y dentro por el juego de espejos que se ha generado.
Es ese acercamiento del zoom el que hace surgir las otras dos unidades, y es que al aproximarse a la ventana y situarse a la misma altura que ésta, la pantalla se parte en dos, de tal forma que, a la derecha vemos la acción que sucede reflejada en el espejo, la referente al personaje de Joaquin Phoenix que en ese final se dedicará exclusivamente a abandonar la escena. Y a la izquierda, la cámara rompe lo que había sido el fuera campo, permitiendo ver a través de esa ventana la barca que traslada a Ewa y a su hermana.
El hecho de poder ver las películas muchas veces hace que las imágenes se relacionen como nunca antes lo habían hecho, las lecturas ya no se realizan solo de manera lineal y de principio a fin, dando lugar a relatos que se bifurcan entre las narraciones más clásicas y narraciones que ya poco tienen que ver con la evolución de los acontecimientos hacia el futuro y más allá de cómo esos personajes evolucionan en el tiempo de la ficción.
Las películas ya no acaban con la palabra FIN, de hecho nunca lo hicieron, acaban con un sinfín, un estar-pasando- en-el-tiempo. En The Immigrant las imágenes y los planos se interrogan y se relacionan. Esas imágenes vistas en un tiempo circular, en ese SIN FIN, permiten que espectador y protagonista, pero sobre todo espectador, reflexionen sobre la inmediatez de lo que está pasando, no sólo sobre el cómo evoluciona todo en la ficción, también sobre el por qué pasa lo que pasa en el momento en el que ocurre.
Ese plano general abierto del inicio visto ahora desde el final, no serviría únicamente para situar el drama en un espacio concreto, y al hombre, recién surgido a la ficción en una figura capital del devenir de los acontecimientos. Bruno es también, un personaje frameador[1], un personaje que fractura el tiempo de la ficción a la vez que participa de ella. Como si perteneciera a un coro griego y de forma velada ya fuera conocedor de toda la carga dramática que arrastra en su interior. Es esa mirada suya fuera del tiempo, una imagen por lo tanto sin marcador temporal que leída más tarde desde la escena final, se ilumina. La imagen final interroga a la del comienzo, creando una conexión interna y circular. Una circularidad en la que la historia que se cuenta es superada por la mirada de ese personaje absoluto, por su pregunta contemplativa e incómoda sobre los valores siempre presentes en el cine de James Gray.
La postura del espectador ya no es solo la de ese que empatiza con los sentimientos de los protagonistas, la pregunta no tiene solo una dirección hacia el futuro del ¿qué va a pasar?, la importancia radica en cómo el espectador toma conciencia activa mediante esa doble función del protagonista que sacado del flujo de los acontecimientos le hace reflexionar sobre el por qué está pasando lo que de hecho está pasando. A la narrativa clásica se añade así todo un subtexto emocional y psicológico, un bucle sin fin que la hace consciente de la que es ya su historia del presente, la inmediatez de lo que está ocurriendo.
Deborah García Sánchez-Marín
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[1] El personaje de Joaquin Phoenix, Bruno, no es solo el generador de una situación ficcional. Mediante el juego de miradas que se producen en el recinto de la ficción a fuera campo, y la inclusión y exclusión del propio personaje, se crea una conexión entre lo que esta fuera y lo que está dentro, una forma de acercar la ficción a un plano aislado de la realidad. Es un espéculo de imágenes que hacen el doble reflejo de la ficción y de la realidad del espectador. Y es que en esos momentos en los que Bruno permanece inmóvil contemplando hacia lo lejos, y nosotros a él, me percato de que su figura funciona como un punto de fuga por el que la ficción se cuela y con ella el tiempo del relato. Se produce de esta manera uno de los primeros juegos entre lo que se encuentra en la ficción y fuera de ella.
[2] Hombre sobre un mar de nubes (C.D.Friedrich, 1818) como máximo exponente del romanticismo instaura una mirada irónica a lo inmediato. Tanto el movimiento artístico como nuestro personaje, Bruno, no tratan de manifestar lo ideal a través de la mirada sino de mostrar ese ideal como tarea infinita que no desiste tras sus fracasos.