La peligrosa intimidad

la relación femenina de la balsa y la destrucción en el cinetumblr_mcnbftZsDz1rnhue8o1_500

“-¿Y conmigo no te sientes libre?

-Dependes demasiado de mí. No es saludable. ¿Y qué obtengo a cambio?

-¿No te di todo lo que querías? Sabes que sí.”

 

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Un vídeo antiguo, en blanco y
negro, reproduce el poroso avance de una cadena de nubes a través de las inmensidades de las cumbres alpinas. La estela de blanquinosa bruma parece adentrarse, como un embalaje casi místico, en el pausado corazón de las montañas. Toma la forma de una serpiente. La vista se pierde, los paisajes quedan extraviados, la geografía se disuelve y todo es engullido por el sinuoso fenómeno celeste. Una mujer inquirirá a la otra el motivo.

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Es un presagio. Una alerta silvestre: “se anuncian tempestades”. Por encima del tiempo y de lo estático, el nuboso reptil transfigura lo natural. En la película Clouds of Sils Maria (Oliver Assayas, 2014), esta anormalidad de las nubes característica de un perdido pueblo suizo, es el símbolo pictórico de los principales caminos de su ficción.

Corto aquí a destajo. Me voy a permitir ahora una llovizna sintética de historias:

Los sobrecogedores ojos celestes  de Emmanuelle Béart eran como dos lagunas granizadas, en la estrechez de los camerinos de un teatro, cuando se clavaban en los de Pascale Bussières durante el momento del reencuentro de La Répétition (Catherine Corsini, 2001).

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Los personajes llevaban años sin verse, y la mirada que cruzan quedaba sublimizada en un vacío despojado de distancias formales, temporales, de cualquier tipo.

Eran dos mujeres caídas en los desastres de una atracción contra-producente y silíptica, un inevitable distorsionado por el embiste de fuerzas opuestas: había una necesidad paradójicamente impedida por la incapacidad de convivencia o adaptación.

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En Persona (Ingmar Bergman, 1966), la maestra construcción metafísica de la imagen pivotaba en torno al eje de la relación entre Alma y Elizabeth, ingeniería de canibalismo, identidad y espejo dentro de la cual, nuevamente, los designios de una interacción femenina intra-psíquica vertían espacios inquietantes. Recuerdo también a la pobre Jacqueline Sassard de la más sexual Les Biches (Claude Chabrol, 1968), paralizada al final de la cinta cuando su benefactora y amante le abandona, y se topa de súbito dentro de todas las connotaciones posibles del desarraigo. Y cavando en la memoria, en la obscena tiniebla de buscar símiles en una tarde de lluvia, me sorprende la facilidad con la que muchas otras reminiscencias fílmicas parecidas me van goteando la mente: la ultraviolenta complicidad esposa-chica affaire de Les Diaboliques (H.G.Clouzot, 1955), las sexuales patologías wagnerianas y la dualidad de Black Swan (Darren Aronofsky, 2010), el agónico contrato amor-odio, pulsiones oscuras en el limbo de un hotel, de las dos hermanas de la también bergmiana El Silencio (1963)…

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Van llegando más aún, estoy ya en un alud gozoso: un hermetismo que estalla en la secuencia de la confesión de The Children´s Hour (William Wyler, 1961), los derroteros psicópatas de Crime d’Amour (Alain Corneau, 2010), nacidos a raíz de una partida de erótica y venganza, dos constructos que también subyacían entre la pianista y la pasadora de páginas de La torneuse de pages (Denis Dercourt, 2006), o incluso, la turbulenta amistad de la Angelina sociópata y la perdida Winona de Inocencia interrumpida (James Mangold, 1999).

Hay cierta estratosfera común ciñendo, asfixiando a la par con retorcida dulzura y violencia, a todas ellas: son dos mujeres arrojadas en un estrecho baile (una danza entendida como sugerente, tortuoso y corto recorrido) que pagarán con sangre. La metáfora es sólo un ardid lírico para desembarcar en una isla del irreal cuerpo desbordante del cine.

 

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Sigue cayendo la lluvia. Vuelvo a ver Clouds of Sils Maria, película que me servirá de elegante faro para desenrollar con placer una idea, o un homenaje, o a lo mejor tan sólo una espesura de palabras difusas que a lo único a lo que se abalanzan, en realidad, es a intentar transportarme a una dimensión más elaborada de la profunda fascinación que me provoca un tipo particular de relaciones femeninas en el cine. El apoyo y la escisión. La prisión y la llamada. La balsa y la destrucción. La necesidad de necesitarse, de querer ser necesitada, de no poder dejar de necesitar. Ojos que se enlazan a otros ojos transmitiendo comunicaciones tan invisibles como flotantes dentro de la inmortalidad de la pantalla. Las miradas cantan todas las plegarias y todas las confesiones. Las palabras son el ancla de esos cantos.

Y los pensamientos, en cruzada constante por hacerse dedales de una seguridad ontológica, se devienen como los atormentados compositores corales de semejantes gritos.hola

Todas esas mujeres, en balance trémulo entre la carencia y el conocimiento, utilizaron esos mecanismos con otras mujeres, contra otras mujeres, para otras mujeres. La fuente es sólo una: una suerte de avenencia psicológica entre ellas, desde estímulos naturales, que por dolorosamente arraigada puede acabar mutando en algo que se mueve entre la sensualidad, el vampirismo y el alma.

 

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La salpicadura de títulos anteriores puede dar sensación borrosa. Poco parecen tener en común en sus contenidos, tratamientos, pretensiones o lenguajes estas películas, excepto, escudriñando desde la pasión por esta figura dual en el cine, una parcela compartida que parece presuntuoso bautizar como la ambigua intimidad consustancial a lo femenino (pero bautizo, presuntuoso o no, que me veo forzada a intentar).

Vuelvo a practicar un corte al texto. Esto son extractos, que, con un poco de esfuerzo, atrancaré al final en un mismo puerto.
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La película Clouds of Sils Maria se las arregla para dar firmes e inteligentes brochazos a un gran número de conceptos. Por un lado nos habla del estupor al envejecimiento dentro del pedestal de la “gloria”, la dureza del ocaso profesional cuando el oficio ha ido tan entrelazado a la carne y a la propia vida. El humanísimo personaje que encarna Juliette Binoche bucea en el terreno fangoso que tanto se ha tratado en el cine: la podredumbre del cuerpo célebre –el saberse quedándose atrás, el experimentar con consciencia el malogrado crepúsculo de los dioses.

En el apagado salón en el cual mantiene la conversación con el director de teatro, ella misma reconoce en voz alta su sorda negación a aceptar su yo presente, uno más mayor, más sabio y cansado, más radicalizado, al fin y al cabo –como nos pasa a todos cuando el tiempo nos va poco a poco devorando. Pues “no se puede ser inocente dos veces”, dirá el propio personaje en cierto momento. Y el repentino terror a estar ya en el comienzo de la caída puede fácilmente volvernos otros.

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La película también planea otras temáticas: la soledad y lujosa insatisfacción de la fama (esas glaciales televisiones plasmas encendidas, las mini neveras llenas de refrescado alcohol, el ser un cuerpo igual de frío en un hotel ostentoso), y también las reformulaciones de las que es ¿víctima? el cine como  producto asociado a las épocas, con su consecuente e implacable regeneración generacional.  Y en esta época nuestra, la placenta es el capitalismo sin freno y la insaciabilidad basura, la mitificación exacerbada a la que induce la tecnología, con su cáustico  poder de control, alcance y difusión, y con su especial (y discordante) tumblr_ohf2dyYnd21t3l0hpo6_r4_400ojeriza a los cachorros semi-desquiciados de un Hollywood podrido desde la opulencia. El personaje de la joven y subversiva estrella Jo-Ann ejerce en este aspecto del film el epítome de todas las Lindsay Lohan del siglo XXI, si bien en este caso, el director nos muestra la casi desconcertante tolerancia de enseñárnosla también “off the record”.

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Pero, dentro del andamiaje de la película, en lo que más me interesa hundir un deleitoso bisturí es en otras dos substancias, que además se empapan una en la otra por el propio planteamiento narrativo. Tenemos por un lado una reflexión sobre cierta raza de artista, cuyas metodologías extremas en el proceso de creación les lleva a menudo a olvidar que por encima de artistas son humanos, y que por tanto, no es tan fácil jugar a saltar emocionalmente de un plano a otro, y que tampoco es fácil separar.

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Una raza a la que  se le escapa que el castigo de todo ello es a veces el sufrir la conversión de la propia existencia en un teatro de sí mismos, en una ceremonia trágica, en la función más verdadera y triste.

En la película, la actriz madura que encarna Juliette Binoche sufre en las propias carnes su simbiosis con el papel de la obra que va a representar. Si complejizamos esto con la dicotomía de que al ser joven interpretó el personaje opuesto, encontramos un cultivo de numerosas costuras. Ella se empeña continuamente en rechazar los comportamientos de esa “mujer derrotada” que ha de personificar, víctima de la seducción de una jovencita, y encuentra “perturbadora” la relación destructora entre ambas. Repudia el personaje del libreto teatral tanto como repudia la pérdida insoslayable de su juventud, culpa de lo que ha llegado a ser ahora ella misma. “El pasado y el presente se entremezclan, ha sido turbador” cuenta acerca de un sueño que tiene. Las consignas de la ficción dentro de la ficción vuelven la ficción de un dramático más reconocible y poderoso.

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Por otro lado, la relación que mantiene Binoche con su asistente (Kristen Stewart), supone otro paralelismo en sí mismo, que encaja con perversa pulcritud en las mismas vísceras de la obra teatral que preparan. Pues la evidente complicidad entre las dos mujeres, acabará, por la inserción de cierta ruptura de límites, transmutándose hacia los preámbulos de una definitiva grieta. A lo largo de los muchos ensayos de la obra en la soledad de una casa en las montañas (todo el segundo acto del film está entregado exclusivamente a ellas dos), el simbolismo del texto teatral supurará hacia la realidad, e irá introduciendo sutilmente nuevos códigos en la relación de ambas: llegan los celos, llega cierto erotismo con máscara de teatro, llega cierto choque de visiones y cierta frustración, y llega, fundamentalmente, la paulatina dependencia de una y la creciente incomodidad de la otra.

Esta acumulación de subtextos, el de los dos personajes del libreto teatral, el de Binoche y Stewart, el de las cuatro a la vez; y la naturaleza de necesidades que cabalga entre medias, hace del tablero de juego del film un perfecto caleidoscopio, un submarinismo inteligentemente ensamblado hacia la peligrosa intimidad femenina.

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Y he aquí donde vuelvo a rescatar a las películas al principio mencionadas, y donde me quiero servir de la relación entre las dos protagonistas para deliberar acerca de este tipo particular de relaciones entre mujeres y la ambivalencia de sus travesías -que disecciono en dos fases sucesivas: la vinculación y la colisión, la balsa y la destrucción- y de por qué el cine, medio de sueños”, es el principal responsable de esta fascinación.

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Porque es que la fuerza representativa-artificial del plano es como un congelador de revoluciones que en su origen y esencia habrían de ser efímeros. Los recursos que posee para escenificar en eternidad lo etéreo y fugaz serán siempre inalcanzables a otros palos, otros formatos, y desde luego, también y en cierto modo, a la realidad, que ya puede ser gris, negra o multicolor, pero que nunca es lo que se espera, ni tampoco lo que no.

Y dentro de sus respectivas  ficciones, las mujeres de todas las películas comentadas se miran en algún punto a los ojos como animales de pelos erizados, alertas y de algún modo distantes. Y sin embargo, todas ellas han reconocido antes, en medio de una especie de galimatías enroscado dentro, un tipo de signo primitivo (desde lo genital), que las convierte en vastas criaturas frontales, en complementarios desazonadoramente próximos (contradicción: complementarios deformados que tampoco llegarán nunca a cuajarse en unidad). Hay algo inefable fagocitado en esta horizontalidad de la mirada femenina, que tan al alcance nos pone la cuadratura cerrada del cine, un subsuelo apartado de lo puramente verbal, un algo bastante inexpresable de dónde escapa presurosamente todo excepto su génesis: esa peligrosa intimidad.

tumblr_nhtqy8ketn1riqsh7o3_250Dentro de la edificación fílmica, la química femenina asoma de pronto sus resultados, y no importa la combinación precisa de ciertos elementos por otro lado indispensables, (la electricidad entre las dos actrices, el puzle ensamblado de dos personajes construidos con psicología y credibilidad, una óptica sensible de la mano directiva), que hay una porción de esencialidad femenina tumblr_nhtqy8ketn1riqsh7o2_250engullendo el encuadre, la secuencia, el notorio resto de factores implicados. Ellas se miran, y algo se vaporiza y fluye, y ese chispazo proviene del resorte imperioso de un meta-nexo femenino.

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Se trata, en su conjunto, de mujeres que hablan y se miran, en camas, sofás, mesas, cocinas, coches, calles, hoteles, restaurantes, exteriores, dormitorios y baños, que se han hablado y mirado en cualquier punto del día o de la noche, que han compartido  horas o años, y que lo han hecho casi siempre con una interna intensidad turbadora. Mujeres que se sienten, que se tocan, que a veces se reconocen y que otras se contrarrestan, que ya sea por afinidad u antítesis, se polarizan una a la otra.

tumblr_ohf2dyYnd21t3l0hpo8_r2_400Mujeres que en cualquier caso, crean una suerte de dialecto emocional propio, a pesar de cierta implícita tensión o perfume de conflicto, algo subyacente pero siempre en latido, y que es lo que acabará dejándose oler cada vez más hasta cuajar un azufre. Pero sobre todo, son mujeres que en cierto punto, por un lado u otro, se han desnudado frente a la otra, y han sellado un raro planeta propio al cual sólo permiten el acceso de sí mismas.

Esa inherente cercanía, tratada desde un periplo cinematográfico bien definido y una cuidada aproximación sentimental, rezuma los arquetípicos vasos físicos, transmuta las bases lingüísticas más manidas y explicita en secreto sus formas propias.

 

Pero es que close2habitualmente el cine, avasallado casi siempre a un sentido “masculino” de la imagen, ha concentrado este enigma en cimientos confusa y rudimentariamente platónicos, o bien se denigra a un muy simplista voyeurismo carnal, convirtiendo el cuerpo de la mujer en único contenido y continente de un misterio que rebosa más allá de los marcajes insertados.

Y partiendo de esta sugestión de conexiones, comparable por natural al “aleatorio” flechazo o a la asociación paterno-filial, ambos largamente articulados en el cine sin que nadie los ponga en jaque nunca por su intrínseco fundamento, se abren senderos y desvíos poco explorados (o más bien escasamente ponderados en su exploración). Itinerarios femeninos a los que el cine normalmente no dedica un tratamiento equivalente a su longitud y peso, ya sea por sus esquemas narrativos cerrados, por la inexistencia de diagnósticos fáciles o por su falta de verdadero interés. Me refiero a dilatados aparatos emocionales como son los celos, las enfermizas pretensiones de atadura, la manipulación y la exigencia, la vulnerabilidad, el portal hacia una ambigüedad opresiva. Bajo la superficie se revuelven y burbujean estas sub-sendas, y para aquellos creadores que consideran dignos de examen sus entresijos, se corre un telón especial: restringidos estamos ya en un territorio al cual no se accede sin cierta sensibilidad sedentaria.

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Y la topografía de este territorio va surgiendo a medida que poco a poco, la relación se inclina y los roles se van desparejando: comienza a poderse advertir entonces dos figuras inequívocas: confesora-receptora, suplicante-generadora, dominante-sometida…, estos cuadros dan igual, los modelos clasificadores son siempre insuficientes. El dilema es que siempre hay alguien que quiere más, que necesita más.

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En Clouds of Sils Maria, a Binoche le produce desasosiego el destino del personaje de la obra que ensaya: es una mujer despojada por otra, a la que el amor ha idiotizado. Sus exagerados intentos de ridiculizar esto esconden en realidad su inseguridad vital y el interrogante del tipo de afecto que propaga a su asistente. A raíz de esto, resulta interesante hacer notar que en el uso del plano-contraplano, en las conversaciones de ambas mujeres, los encuadres a Binoche son casi siempre más cerrados, situando al personaje de Stewart en planos poseedores de una mayor distancia (distancia que la otra ya ha perdido). El lenguaje cinematográfico se vale aquí por sí sólo para despejar cualquier duda sobre las posiciones emocionales en las que se sitúan ambas.

Y es en los anales de esta colocación cuando a veces entra, sin matices necesariamente románticos ni necesariamente sexuales pero sí plenamente naturales, cierta concupiscencia encubierta, la mayoría de veces sin consumación, que es más que cualquier cosa un producto animal del magnetismo: como si habláramos de una especie de erótica femenina que nace de una atracción en la a veces no se plantea siquiera ninguna cabida al erotismo.

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Y es en gran parte debido a este magnetismo animal, que la oscuridad y la necesidad se erigen blasones indispensables de un deseo de conexión fatal. Y esta premisa–la solicitud neurálgica que llega a hacer una “ella” de otra “ella”-supone un fascinante paraje aturullado que finaliza en lo nefasto. Bajo la legislación de la dependencia, las carcasas pasan a adquirir significados frágiles, se convierten en armerías de piedras preciosas. Porque más allá de sus exteriorizaciones concretas, acecha en estos casos lo irreprimible de una condición: las mujeres se necesitan entre ellas más de lo que necesitan a los hombres. En una dimensión antropológica, esa parece ser la denostada (por silenciada) revelación. La intimidad es lo último que se pierde, y las mujeres en el cine se miran en cierto punto como animales lejanos con los pelos erizados, sí, capaces sin embargo, cuando pierden, de mostrar su pérdida a la otra y de hacer de esa pérdida inconsolable su propio y complejo instrumento del daño.

besosEn definitiva, se trata de la ausencia de una totalidad personal, cuyos apéndices exigen de una tan clínica como ciega ansiedad de búsqueda y descubrimiento, ausencia a la que sólo parece ser posible poner escaleras frente a una igual que haga de fuerte, espejismo y puñal.
Y esto es algo absorbentemente peligroso.

Y se entra así en la lenta brecha, en la disociación final, en la grada más alta de un ultimátum que, inevitablemente, será quebrado para mal. 

19Las mujeres de los films mencionados manejan y padecen la expansión de la grieta a su manera, pero ya sea desde la violencia o la crueldad (como sucede en la obra dentro de la película), o desde una tajante separación (como sucede en la propia película), todo lo erigido se desmorona. La imposibilidad de la relación deriva de una química reciclada frustrantemente en sofoco. El final del baile, por hermoso que este haya sido, se ha saldado con insospechada sangre. La anu/re-lación llevada casi al extremo (al extremo mismo, en ocasiones), hace que sólo una ruptura a canal abierto pueda impedir una negativa consumación final.20

 

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Retomo la serpiente de nubes del principio.

“El fenómeno Maloja” sirve para dar nombre a la película, para dar nombre a la obra dentro de la película, y sobre todo, para definir con exactitud la travesía de los personajes de Binoche y Stewart, y de los personajes de los personajes, Helena y Sigrid. Todo una laberíntica maestría de analogías, un detallado crisol de espejos femeninos.

Y por ello, no es coincidencia que el fenómeno nuboso colonice la secuencia en la que Stewart abandona la casa en coche mientras Binoche, a solas, la observa con tristeza marchar. Una se desmorona lánguidamente tras una ventana, la otra, presa del agobio, acaba tirada en una carretera en la que apenas se puede ya ver, envuelta en la neblina blanca. Ni es coincidencia que las piezas de Handel que acompañaban hasta entonces los espectaculares y tranquilos encadenados paisajísticos, sean sustituidos en esa escena por una música intradiegética más inquietante y dura, por unos efectos visuales de angustia. Ni desde luego, y por descontado, es coincidencia el contexto de la separación final.

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Se acabó la balsa y comienza la destrucción: la serpiente ha aparecido para alterar la belleza y armonía iniciales dejando muy claro su mensaje: “se anuncian tempestades”.

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El peligro de esta clase de intimidad femenina es capaz de atraparse en el cine con una incisión de la que carece la móvil realidad. Cuando se logra homenajearla en condiciones, las miradas de estas mujeres se permutan más allá de los encuadres y sobrevuelan las butacas, ya vacías, en los que los espectadores consumieron un poco de ellas, para marcharse soñando ya en sus fatuos mañanas.
9 Ellas, congeladas en la pantalla, presas de su representación mayor, se ven obligadas a cargar con el símbolo de nuestras fuerzas y debilidades, sin que lo sepan o sepamos, con la significancia de nuestra inevitable tendencia a la simbiosis, nuestra última y extraña capacidad de empatía y posesión.

 

 

Claudia Benlloch

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